Cuenta esta leyenda que, estando el rey Jaime I
en la ciudad de Teruel, cayó tan enfermo que todo el mundo temía por su vida.
La enfermedad parece ser que le sobrevino como consecuencia de una cacería que
había realizado en tierras de Gea de Albarracín. Ni los médicos judíos de
Teruel, ni los propios galenos de la
Corte , acertaban el remedio para sus males, y el rey estaba
cada vez peor.
A uno de sus súbditos se le ocurrió la idea de aplicar al rey el mismo remedio que había utilizado, hacía tiempo, con un familiar suyo: poner a hervir una cazuela con agua, pan y ajos.
Los médicos, desesperados, aunque creyendo la idea un disparate, aceptaron la propuesta del súbdito. Pan y agua sí que había, pero no ajos. Sólo en tierras de Valencia podían conseguirse.
Seis jóvenes caballeros se ofrecieron
voluntariamente para ir a buscarlos al reino de Valencia, que por aquel
entonces todavía estaba bajo dominación mora. Tras mucho buscar consiguieron
cinco cabezas del sabroso condimento. De tan peligrosa expedición sólo volvió
sano y salvo uno de ellos, trayendo consigo cinco cabezas de ajos.
Una anciana fue la encargada de preparar las sopas de ajo que curaron en el acto su enfermedad y tras las cuales se le abrió tanto el apetito que continuó con unas chuletas de ciervo.
A la mañana siguiente, tras dormir como un lirón, fue informado de lo caros que habían resultado los ajos, pero el Rey, agradecido, recompensó a los familiares de los caballeros fallecidos así como al superviviente. Además dispuso que el cultivo de los ajos se propagara por todo su reino a fin de no tener que ir en próximas ocasiones al reino de Valencia y pagarlos tan caros.
Este dicen que fue el origen de las sopas de ajo.
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