A
lo mejor hace años que no lo pisas o solo vas en Navidad para ver a la familia.
O tal vez sigues visitándolo todos los meses. Da igual la relación que tengas
ahora con tu pueblo, pero si creciste teniendo uno al que escapar los
fines de semana y las vacaciones, has vivido cosas que tus compañeros de clase
no podían ni imaginar cuando volvíais a reencontraros en septiembre.
1. Tu pueblo
es el mejor. El más bonito, el que tiene más bares, el más grande (lo cual
es técnicamente imposible porque sería una ciudad). Cuando regresas del pueblo
a tu vida normal después de pasar las vacaciones vuelves con él idealizado.
Pero, sobre todo, tu pueblo es el más divertido. Y mola mucho más que los
pueblos de alrededor.
2. Los
pueblos son el paraíso de la libertad. Con 10 años andas
correteando por la plaza principal aunque sean las 3 de la mañana. Algo
paradójico porque, cuando regresas a la ciudad, llegar después de la medianoche
supone una titánica labor de negociación con tus padres.
3. Desde pequeño entiendes perfectamente lo que
significa la palabra forastero y no es por las pelis del Oeste que echan después
de comer. No, los forasteros son esos que vienen de fuera y que, aunque tengan
una casa y pasen las vacaciones de cada año en el pueblo, nunca conseguirán el
estatus de ser “de aquí”. A menudo terminan en el pilón o en el río,
dependiendo de lo que haya en tu pueblo.
4. La permisividad con el alcohol es preocupante. Con toda
seguridad, tu primer contacto con los licores se produjo más o menos a la edad
a la que hiciste la primera comunión (porque hiciste la comunión. Si no, eres
el raro del pueblo). Y probablemente vino de la mano de un familiar, si no fueron
tus propios padres los culpables. Cuando tus amigos del instituto probaban su
primer calimocho, tú ya estabas por el vodka con limón.
5. Realmente, alguien que tiene pueblo ha sido
precoz en muchas cosas y no todas
buenas: que un primo te enseñe a conducir sin carnet es una de ellas.
6. Pero antes del coche, estaba la bicicleta: la gran
aliada. Con ella has ido a la piscina, al río y has bajado cuestas imposibles.
Puede que por eso tengas esas marcas en las rodillas y los codos (y algunos la
frente). Recuerdo de la infancia.
7. Nunca has
estado en un campamento de verano ni
en un grupo de boy scouts. Ni falta que te hace porque tuviste que aprender a
encender una chimenea muy pronto.
8. Sabes cómo se baila un pasodoble.
9. Has
recogido tomates, castañas y peras del huerto de tu familia. Y, lo que es mejor, te
las has comido. Las frutas de los mercados de ciudad te ponen triste.
10. Tienes un
mote. O incluso puede que tengas varios si has heredado los de tus
familias (uno por parte de padre y otro por parte de madre). Para ubicarte, tu
nombre va acompañado de coletillas como “la de la tía María” o “la hija de la
Flori”.
11. La gente
se sabe tu vida, aunque haga años que no pasas por allí. Si hay algún
despistado que no te ubica simplemente te preguntará: ¿Y tú de quién eres?
12. Todo el
mundo es tu primo o tu tío
aunque sea tan lejano que no compartís ninguno de los ocho apellidos.
13. Agosto se
convierte en una gymkana de fiestas patronales. Tienes a
tus espaldas muchos kilómetros a través de carreteras secundarias para seguir a
tus orquestas de cabecera como si fueran los Beatles. Orquestas que tienen nombres
como Diamante, Pacífico, Palancia Selva
Negra y que tocan Chiquilla, Rosendo y Mago de Öz. El 15 de agosto es el día
más esperado del verano porque es fiesta en todos los pueblos de España o, al
menos, lo era antes de la crisis.
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