UN RELATO COSTUMBRISTA.-
La última imagen que tengo del tío Lamberto es la de un
hombretón siempre vestido con chaqueta y pantalón de pana, con unas manazas
curtidas por el rudo y continuo trabajo en el campo. Colocado de pie, cerca de
la ventana del comedor con la tez arrugada y la expresión seria, la mirada
perdida sin exteriorizar los
sentimientos en ningún momento.
Cuando irrumpí en la estancia, unas lagrimillas se le
escapaban de sus acuosos ojos y descendían por las arrugas de su cara, alcanzando
el barco de madera que me había prometido y al que estaba dando los últimos
retoques y ya tenía la vela para colocarla en el palo mayor.
Pero, cómo llegué a
percibir esa últimas imagen de mi tío, qué ocurrió para que se sintiese tan
triste y desdichado. Volvamos al principio para averiguarlo.
Mi familia siempre ha estado ubicada en una población rural
aragonesa denominada “Lagunilla del Monte”. Se ha dedicado durante generaciones
al trabajo en el campo, al duro trabajo de destripar los terrones para
conseguir el milagro veraniego del trigo. Ni es una familia pobre ni
acaudalada. Siempre se ha defendido y ha tirado “pa¨lante con mucho trabajo y
el máximo ahorro. Yo soy el menor e cuatro hermanos y en casa vivo con mis
padres, hermanos y el tío Lamberto, un solterón hermano de mi madre que ha
estado siempre con nosotros.
El problema surgió con nuestros vecinos, los “Porretas”. Fue
un malentendido con unas tierras colindantes. Según mi familia, los vecinos se
habían apropiado de una franja de terreno nuestra en la partida denominada “ El
barco de las Vela”. La versión de la otra familia distaba mucho de nuestra
apreciación y argumentaban que únicamente habían recuperado una tierra que el
tío “Cascales” les había arrebatado unos años antes, concretamente recién
terminada la Guerra Civil. El tío “Cascales” era el apodo con que era conocido
mi abuelo por parte de padre. Hombre serio y trabajador como pocos pero con
pocos amigos por su adusto carácter.
La disputa llegó a mayores y se convirtió en la comidilla de
todos los habitantes del pueblo, ávidos de alguna noticia que llevarse a los chismorreos de las tardes sentados a la
fresca. Todos comenzaron a tomar partido, unos a favor de nuestra familia y
otros tantos se postularon en pro de nuestros adversarios.
Ante la imposibilidad de un arreglo amistoso, la causa fue
llevada por las partes al Juez de Paz de la localidad, quien dictó un auto de
obligado cumplimento por ambas partes y que ambas partes obviaron nada más
conocerlo.
El escándalo salpicó a todos y en el caso de la chiquillería
se estableció un bloque formado por chavales cuyos padres apoyaban a los Gimeno
y otro compuesto por los que abogaban por nuestra causa. Por tanto la bola de
nieve fue creciendo y los insultos y peleas por las calles eran debidos a un
bando u otro entre los pocos indecisos que quedaban. Las burlas e insultos del
principio se trasformaron e n un odio
visceral entre los dos bandos. Los recreos llegaron a ser auténticos campos de
batalla, testigos de una pelea continua que se acentuaba a pasos agigantados y
que nadie sabía o no podía detener.
El único que podía interceder en el conflicto era el anciano
maestro D. Marcelo. Era un hombre serio y prudente que se había ganado el
respeto y la admiración de todos.
Durante la jornada escolar intentó en repetidas
ocasiones hablar con los cabecillas de ambos bandos, nos habló a todos
de las consecuencias derivadas de la mala convivencia, nos puso ejemplos de
todo tipo sobre los desastres de la
incomprensión... Pero no consiguió nada. El odio que destilaban nuestras
miradas y nuestras acciones superaban con creces al respeto y admiración que
sentíamos por el maestro.
Ante la terquedad de todos los niños a causa de la rivalidad
inciada por los mayores, el maestro citó una noche a los 2 cabezas de familia y
sus hijos. Allí el maestro intentando crear un clima de aparente sosiego, nos
dio una disertación acerca del respeto, la educación, el diálogo y el perdón,
así como de las bondades de una sana convivencia entre todos los vecinos del
pueblo. Cuando llegó el turno de palabra, cada una de las partes intentó
defender su postura de un modo más o menos educado, sin perder las formas ante
la autoridad del maestro, pero no por ello claudicando de sus ideas iniciales y los argumentos esgrimidos eran siempre
mantenidos por los interlocutores. Mientras los niños éramos unos meros
espectadores que no entendíamos en demasía las palabras que allí se
pronunciaban pero si que se quedaban en lo más profundo de nuestros cerebros.
Únicamente nos mirábamos los unos a los otros de reojo y cuando nuestras
miradas coincidían, unas espadas invisibles surcaban el aire y chocaban,
lanzando destellos de odio en todas direcciones.
Concluyó la reunión con buenas palabras del maestro y unos
acuerdos verbales apoyados por todas las partes, pero en el aire planeaba un
halo de venganza cada vez más fuerte.
Nos fuimos cada familia por un camino diferente para evitar
roces de última hora. Nosotros dimos un rodeo por algunas callejuelas haciendo
tiempo para que la otra familia se refugiase en casa. Pero la otra familia
debió pensar lo mismo y llegamos a nuestras
cercanas casas al mismo tiempo. Como era casi de esperar comenzó una
discusión que pronto subió de tono y fue atrayendo a más y más vecinos, lo que
incrementó el ruido. Las palabras pronto llegaron a ser insultos y los insultos
se transformaron en violencia física. Se comenzó por empujones, sillazos,
pedradas y se terminó con las ropas de
unos hechas jirones, las caras y cuerpos de otros magulladas... en fin toda una
batalla campal.
Pero todo se paralizó cuando oímos tocar las campanas “arrebato”, es decir; unos
toques rápidos y desacompasados que avisan a la población de un peligro. Era el
Sr. Cura que, cansado de gritar a los contendientes, de invocar la paz en
nombre del Señor, tuvo la idea de tocar las campanas. Se fue a la Iglesia y,
ayudado por el alguacil, comenzó a bandear las campañas al unísono. Sólo dejó
de tocar cuando vio que todos calmaron sus ánimos y dejaron de golpearse. Cada
uno regresó a su casa, avergonzados unos, incrédulos otros y, los más, con ojos
de ira contenida.
La situación era
insostenible, el problema había alcanzado unas cotas imposibles de contener, la
convivencia entre los vecinos era
imposible y algo muy fuerte debía ocurrir para alcanzar una solución.
Esta solución no se hizo esperar. Cierto día, se hallaba mi
tío Lamberto en el campo recogiendo unas gavillas de paja precisamente en la
finca de la discordia con mi padre y mis dos hermanos mayores, cuando fueron
abordados por seis hombres de la familia enemiga. Al acercarse empezaron a
insultarles y se produjo una corta pelea que fue ampliamente ganada por
nuestros enemigos debido a superarnos en número. La paliza que recibieron los
mayores sobre todo, fue brutal y el que salió peor parado fue mi estimado tío
Lamberto que sufrió varios golpes en la “boca del estómago”.
Vencidos y doloridos
regresaron como pudieron a casa
e, inmediatamente, tuvieron que avisar al médico debido a un empeoramiento del
estado de salud de mi tío. Tras una primera exploración fue remitido al
hospital de la capital de la provincia. Allí paso cuatro meses ingresado,
debatiéndose entre la vida y la muerte al principio, puesto que llevaba varias
fracturas en las costillas, un pulmón encharcado y el corazón a punto de
colapsarse. Pero sus ansias de vivir pudieron más que los golpes y salió a
flote, aunque con unas taras que lo privaron para siempre de volver a ser el
más duro trabajador del pueblo. Únicamente podía dar algún paseo por los alrededores
de la casa y, cuando su respiración se lo permitía, contarnos alguna historia
de su juventud. Se volvió osco y gruñón, su carácter se agrió y sólo yo, como
chico más pequeño y su ferviente admirador, conseguía sonsacarle alguna sonrisa
que otra.
El pueblo quedó avergonzado de su actuación y se refugió en
la rutina diaria, con un profundo dolor en cada uno de los corazones de todos los
habitantes, del que no se podían liberar por ese falso orgullo que impide a las
personas pedir perdón y reconciliarse
con sus congéneres.
Una grisácea tarde de final del otoño, salí de la escuela y
tras tirar la cartera en un rincón, fui en busca de mi tío. Lo encontré con su chaqueta de
pana y esas lagrimillas discurriendo por su rugosa piel. -Mira chaval, (me espetó
sin dejarme decir nada) te voy a contar una historia y te voy a encargar un
trabajo antes de irme. Yo me senté en una silla perplejo por aquellas
inesperadas palabras tan altisonantes. Él alargó su mano, me ofreció el barco y
dijo: -Ya tengo tu barco terminado, tómalo. Sin darme tiempo a exclamar unas
palabras de sincero agradecimiento por tamaño regalo, me contó la historia
completa del desencuentro con la otra familia.. Al concluir con un fuerte “ Tu
ya sabes el resto”, me espetó:- Mira
chaval el encargo que tienes es que, te cueste lo que te cueste, debes recuperar
nuestra tierra.,pero nunca debes hacerlo
de forma violenta. Usa la cabeza. Tras culminar estas palabras mi tío se
fue, se fue para siempre.
Han pasado muchos años y todos vivimos fuera del pueblo y
sólo regresamos a él algunos días durante el verano. La vida ha seguido allí de
manera rutinaria y los pocos viejos que quedan, te recuerdan aquella historia
como la madre de todas las batallas, si te identificas como el nieto del “tío
Cascales”.
El año pasado coincidí en la puesta de mi casa con
“Lorencico” el hijo mediano de la familia rival. Tras un saludo de rigor y una
charla convencional, hablamos del tema de las tierras, pero simplemente como un
comentario sin relevancia, sin darle ninguna pista de mis intenciones.
Durante mi estancia en Lagunilla me enteré de
nuestros rivales pretendían vender sus tierras. Era la ocasión para
cumplir el encargo de mi tío. Como nunca me venderían las tierras a mí, tuve
que idear un plan para conseguir vencer su resistencia. En vez de figurar yo
como comprador, establecí una Sociedad Anónina y nombré como responsable a un
abogado amigo mío, especialista en todo tipo de transacciones inmobiliarias.
Su gestión comenzó con varias visitas al pueblo, haciendo
correr la voz de que una empresa estaba interesada en adquirir terrenos
laborables para probar nuevas semillas fitosanitarias, que proporcionarían unas
plantas de trigo y cebada más resistentes a las plagas y la sequía.
Mi representante compro algunas propiedades y realizó
algunas pruebas de labor con un par de agricultores locales. Este trabajo llevó
a los habitantes a creerse sinceramente
que aquel trabajo iba en serio y fue la propia familia rival nuestra la que
ofreció a mi representante sus tierras, convencidos de que al vendérselas a él
no caerían en nuestras manos. Entablaron
la negociación y tras muchos “tira y
afloja” convinieron un precio que contentó a las partes. Tras mi aprobación, se
llevó a cabo la compra-venta de toda la hacienda.
Ahora mismo me encuentro en mi casa, un poco cabizbajo, pero
con la satisfacción de la tarea realizada. Miro el barco de madera que talló
para mi el tío Lamberto y le digo: “Tío, descansa en paz”, he realizado tu
encargo, mientras paso la mano por la talla y me aparecen unas lagrimillas de preocupación.
Antonio Rubio