SOLEDAD SOBREVENIDA.-
Caminando como siempre, sin rumbo fijo ni iniciativa concreta, Isidro pasea por la Plaza del Torico. Es una mañana fresquita pero atractiva y muy luminosa, ideal para el paseo por el Centro de Teruel, puesto que el sol está haciendo acto de presencia y, el mes de abril, que ya casi asoma, hace las horas un poco más llevaderas.
Isidro intentaba buscar un banco “al solecico”, pero se trataba de una ardua tarea y con una competencia brutal. Todos los mayores buscan lo mismo: desgranar las horas mañaneras lo más distraídamente posible y hacer algo de “ganica” de comer, y para ello tienen que comportarse como gallos de pelea en el corral, o sea, ir eliminando contrincantes hasta alcanzar el objetivo de sentarse en un banco desde donde controlar todos los movimientos que se producen en la plaza y poder llevarse al grupo de amigos del guiñote o del cinquillo algún chismorreo con que obsequiarlos.
Nuestro amigo llevaba su atuendo habitual, un abrigo marrón con botones negros, sus pantalones de pana que escondían un corpachón de ochenta y tantos años. Un montón de arrugas forjadas por la edad y el esfuerzo diario en el campo, inundaban su tez morena. Su mirada era ambivalente, entre ruda y lastimera, fruto de una larga existencia, a la que se unía su hablar cadencioso, lento y reflexivo, un tanto altanero, aunque sin llegar a ser “ex cátedra”.
Pero hoy la rutina se rompió por un encuentro que no sé si calificarlo de afortunado o, por el contrario, se trataba de un fiasco. Mientras nuestro protagonista buscaba un lugar donde descansar sus desgastados huesos por las inmediaciones de la Plaza de las Monjas, se topó con otra persona tan mayor como él, al que pidió perdón de manera inmediata por el golpe que le había propinado de forma involuntaria.
El interfecto, (Que se llamaba Blas, era un hombrecillo de la Sierra, curtido en mil batallas y con las cicatrices propias de su dura existencia al aire libre. Siempre con su espalda entornada y su garrote dibujando en el cielo volutas de una imaginaria nube azul que parecía pretender invocar a su cohorte de hijos y nietos y, sobre todo, a su mujer que era el apoyo continuo de su vida); admitió amablemente las disculpas y comenzaron una conversación que les transportó a sus años mozos, vividos en la Guerra de África, cuando se vieron envueltos por ésta, haciendo el Servicio Militar ambos en un batallón de Infantería del Cuerpo de Regulares.
Los dos, en animada charla, contaron sus aventuras y batallitas, pasado un rato muy agradable. Comentaron las desgracias de la guerra, el insoportable calor del desierto y el helador frío de la noche, así como los silbidos de las balas y los muchos compañeros que se quedaron por el camino. Para concluir
con una operación de asalto que ambos vivieron en carne y hueso. Los dos contaron, sin olvidar ningún detalle, el cerco que tuvo que mantener su batallón durante varios días al cerro Tara Mara en el Peñón de Alhucemas. Donde cayeron más de quinientos fusileros durante el asalto, algunos de los cuales eran de su misma Compañía. Al final se consiguió vencer al enemigo gracias a una estratagema ideada por el Coronel y que consistió en simular durante la madrugada una retirada progresiva de las tropas, pero que, en realidad era un rearme y una nueva distribución del batallón para atacar por el flanco norte y el suroeste de forma conjunta y, de este modo, dejar al ejército contrario sin posibilidad de reacción.
Eran las doce y media y pensaron tomar un “vermú” en el bar de la esquina. Entraron y, tras ocupar una de las escasas mesas vacías del local y pedir un refrigerio, siguieron charlando, pero la conversación derivó hacia temas personales y familiares.
Después de tomar un buen trago del vaso que les sirvió el camarero y que acompañó con un guiño de complicidad, fue Isidro el primero en romper el hielo y le contó a su contertulio, que tras la campaña de África se licenció del Ejército y volvió a su pueblo. Allí entró en nupcias con una buena mujer, Rosita, con la que convivió muchos años y que le dio tres hijos. Su trabajo en el campo y el ganado de ovejas, el cual fue consiguiendo a través de los años, le permitieron sacar adelante a su familia. Incluso pudo “dar estudios” a dos de ellos. En concreto, el mayor salió a la capital a estudiar aconsejado por el maestro de la localidad. Se licenció en medicina y pronto comenzó a trabajar como traumatólogo en un gran hospital. El segundo no era bueno para los estudios y emigró a Zaragoza donde comenzó a trabajar en la hostelería y hoy en día regenta una cafetería con la que vive holgadamente. La hija pequeña era muy estudiosa y en Teruel obtuvo la diplomatura en Magisterio, yéndose a las primeras de cambio hacia el “reino” y allí sigue, con su marido y sus tres hijos.
Al hablar de Rosita, su mujer, que no se arrugaba ante nada, contó con detalle la enfermedad que sufrió a lo largo de tres años y que le llevó a la tumba demasiado pronto.
Mientras recordaba las bondades de su mujer, su entereza, su rigor, su abnegación... una lagrimilla resbalaba por la comisura de sus labios y una sensación de desasosiego le invadió en todo su ser. Se encontraba inquieto, desorientado y con ganas de meter la cabeza bajo la tierra.
Su compañero pronto advirtió su estado emocional y, colocándole una mano sobre el hombro, le dedicó unas palabras de consuelo y ánimo, esperando que recuperara con prontitud la normalidad. Vano intento. Isidro no reaccionaba, seguía ensimismado y sin prestar atención alguna a las cariñosas palabras de su colega.
Tras un interminable espacio de tiempo, durante el cual Isidro siguió lloriqueando y mirando al suelo, levantó la vista, miró el “vermü” y le dio un buen tiento. Se incorporó, no sin titubeos, se dirigió a la barra para pagar las
consumiciones, se despidió de su amigo con un mínimo ronroneo, salió del establecimiento y se dirigió a su casa para sufrir sus penas en solitario.
Su amigo Blas respetó su estado y se despidió, intentando quedar cualquier otro día y hablar de cosas menos sensibles.
Isidro encaró la Plaza de la Catedral y, cabizbajo, cruzo la “Marquesa” hasta llegar a su domicilio en la calle Rubio. Pero esta vez no se fijó, como otras tantas veces, en la lucidez de la Torre Mudéjar de la Catedral, con sus estrellas y cerámica verde, sus ladrillos rojos y las arcadas de las ventanas que invitan a la reflexión. Tampoco se percató de la reja de la entrada principal de la Catedral, obra cumbre de la forja modernista y que tantas veces había contemplado de forma minuciosa durante horas y horas; y que oculta en su interior el artesonado, una techumbre culmen del arte mudéjar y que nos desvela la vida del Teruel medieval.
Una vez en su casa, los pensamientos sobre su familia y su actual estado seguían reconcomiendo su mente, no podía quitarse de la cabeza el hecho de estar solo, de no tener a nadie, de no poder contar con nadie. Él nunca se había sentido así, es cierto que su mujer había fallecido, que sus hijos estaban fuera y tenían sus propias vidas. Limitándose a visitarlo de cuando en vez a lo largo de su periodo vacacional. Isidro nunca se había sentido tan solo. No había calibrado la soledad en la que estaba inmerso.
Le atormentaba la idea de que, al abandonar su vida en el pueblo, allí había dejado todo su legado, toda su existencia incluidos los vecinos y amigos, puesto que, en los pueblos, para bien o para mal, todos participaban de la vida de los demás, teniendo los mismos intereses, trabajos y aficiones: aquellas charlas en la puerta de las casas al anochecer de todas las tardes de verano, las interminables caminatas hasta la poza del “Tio Julián”, los guiñotes en el bar y tiempo atrás, en plena juventud, alguna partidica a la Morra después de terminar el baile de los domingos...
Tenía la sensación de que, en un momento, había perdido todo lo mencionado y que, aquí en Teruel su existencia consistía en empezar de cero; a pesar de que había comprado el piso tiempo atrás, junto con su mujer para pasar sus últimos años en compañía en la capital de la provincia. Sentía que no dominaba ni controlaba la situación como cuando gobernaba con manos de hierro las caballerías arando en la partida de “Los Majanos” o trillando en la era en pleno mes de agosto.
Si, era cierto, los sentimientos no se pueden dominar igual que los machos. No hace falta fuerza física sino una voluntad de hierro; una fuerza mental a prueba de bombas, una forma de concebir la vida que le queda por delante más positiva; ver el vaso de la existencia medio lleno; o como se dice en el pueblo: ¡Tirar p’alante!
Sin embargo, Isidro no estaba por la labor, durante un tiempo anduvo meditando, pensando en su existencia y evitando, en todo lo posible, salir de casa y cruzarse con sus conocidos y compañeros de banco. Era la Soledad.
Una soleada y hermosa mañana de principios de verano y en plena efervescencia de los preparativos de las peñas para celebrar “La Vaquilla” bajó Isidro de su casa para comprar el pan y volver rápidamente a su cobijo. Al llegar al local del despacho de pan cerca de la plaza San Juan, le cedió el paso a otro señor sin mirarle a la cara. Este señor resultó ser Blas, quien advirtió de manera inmediata su estado de ánimo, y le cogió por un brazo para desviar su camino y llevarlo a un bar cercano para charlar un “ratico”.
A regañadientes aceptó nuestro protagonista y ambos se sentaron tras un “chato” en un café recién restaurado. Allí Blas le consoló y le contó su historia familiar. La cual no difería en demasía de la de Isidro. Se trataba de un hombre de campo, con hijos que marcharon a la ciudad en busca de horizontes más halagüeños y una cercana viudedad que le había llevado a la vida en solitario, a convivir consigo mismo en un lugar al que se tuvo que habituar a una edad tardía, abandonando su medio físico de vida y tener que trasladarse a una ciudad nueva, saliendo la de zona de confort del pueblo, y comenzar una nueva existencia.
Concluyó su perorata diciéndoles a su escuchante: Esto es la Soledad, una soledad que nos pilla a contrapié, que nos sorprende, que nos acecha cuando menos lo esperamos y, sobre todo, cuando más indefensos estamos. Una soledad que nos golpea muy muy fuerte, donde más nos duele. Percute en los sentimientos, en las relaciones con los nuestros, haciéndonos huir de nuestro hogar y nuestro medio y, obligándonos a vivir una existencia nueva sin fuerzas y sin arrestos suficientes para soportarla.
Isidro se quedó perplejo, dándose cuenta que el problema que le consumía su existencia no era únicamente suyo, que había otras personas en su misma desdichada situación. Miró a su interlocutor para corroborar sus palabras, pero su garganta no pudo emitir ninguna palabra, solo pudo balbucear una especie de quejido que sonó como un sordo rebuzno cómico que provocó la risa entre los dos contertulios.
En ese momento Isidro repitió la palabra que su amigo le había enseñado; Sí, es la soledad, la soledad sobrevenida, una circunstancia que nos provoca estar solos por la ausencia de las personas queridas, por la falta de servicios en los pequeños núcleos de población y que provoca en las personas mayores una soledad involuntaria que les sobrepasa y que únicamente se puede vencer con un esfuerzo titánico para conseguir establecer una red de amigos con los que compartir el día a día y tratando de contactar, lo más a menudo posible, con los hijos y los nietos.
Isidro y Blas salieron abrazados del bar y el primero le susurró con voz grave a su amigo: Aquí en el Centro de Teruel lo vamos a conseguir, venceremos, igual que hicimos en la campaña africana, a la soledad sobrevenida.